Las Amazonas del Siglo XXI

Las metáforas antropomórficas con las que solemos explicarnos todo dirán que la Cordillera de los Andes es la columna vertebral de Sudamérica. Está claro que es lo suficientemente larga y huesuda como para vertebrar nuestra humanidad mestiza. Al Amazonas corresponde ser la aorta. Por prepotencia de caudal y por exagerar en la saturación de verdes. Por circular tomándole el pulso a nuestros ánimos y por respirar con la humedad del amor humano.

Decirle río le queda chico. Son apenas tres letras. Tres fonemas que usamos para tanto charquito que, para el caso, me da vergüenza. Al Amazonas no le alcanza un solo nombre. Lo llaman tan distinto en Perú, donde dicen que nace. Y en Colombia, donde dicen que crece. Y en Brasil, donde dicen que prospera.



Tampoco nos ponemos de acuerdo en su longitud. Es tan enmarañado que no sabemos desde dónde medirlo. El Amazonas es innombrable e inconmensurable. Y tiene un apetito tan voraz que se traga a cuanto río se atreva a acercarse. Aún a los que se resisten, como el Negro, que lucha kilómetro tras kilómetro por separar sus aguas. Y por las dudas, antes de desembocar, se traga también una isla donde caben 4 veces las Malvinas.

Con la paciencia de los viejos gigantes que duermen la siesta, acaso, como si respirara, el Amazonas se estrecha y se ensancha para hacernos perder el horizonte y para tocarnos, de pronto, los costados con la enramada. Y atardece, inevitablemente, día tras día.


En medio de la selva, sobre el río, hay miles de puertos. Entre los puertos, cientos de miles de personas embarcadas, durmiendo en otras tantas hamacas apretadas.

Cada barco que navega el Amazonas, aguas arriba o aguas abajo, es suficiente arca de Noé para reproducir el mundo, en caso de que la humanidad pereciera de pronto.

El río lleva y trae mercaderías, noticias y gente. Los estados brasileños atravesados por el Amazonas concentran decenas de millones de habitantes. Otros tantos viven en Leticia (Colombia) e Iquitos (Perú), sólo por mencionar algunas de las ciudades que la cuenca amazónica conecta.

Desde cualquier punto navegable puede llegarse a Manaus, un absurdo aglomerado de más de 2 millones de personas en el corazón selvático. Es seguro que alguien puede vivir toda su vida en el centro de Manaus sin enterarse jamás que lo rodeala densidad fito y zoológica del Amazonas. La fiebre del caucho, en sus varias oleadas, amasó fortunas, azotó cuerpos, hizo correr sangre por el río, y pobló, también, el noroeste brasileño, exuberantemente.

Hoy, el Amazonas que, a veces, descorre la manta de la selva y deja entrever sus tierras arcillosas, rojizas, pedregosas, descubre también los contrastes vitales.

Por el Amazonas viajan aerolíneas internacionales, esterilizados cruceros 5 entrellas, barcos cargueros, buscadores de oro (sobrevivientes de los tiempos de Aguirre), turistas y pescadores. Y niños, con suficiente río en las venas para flotar.



Las nuevas Amazonas

Dice Felipe Pigna que el nombre Amazonas deriva "del griego a-,«sin» y mazos, «senos»", y hace referencia a ciertas míticas guerreras que se amputaban el seno derecho para manejar con destreza el arco y la flecha.

El vocablo fue trasladado a las tierras americanas para nombrar a las mujeres de las tribus tropicales, quienes guerreaban a la par de los varones. El coraje de las Amazonas post-colombinas alcanzó para llamar a un río, una selva, un Estado.

En el siglo XXI las Amazonas tienen 10 u 11 años de edad. Tienen los bracitos flacos, pero les sobra fuerza para remar. Los cachetes del color del río. Las remeras, que apenas les tapan el ombligo, no se mimetizan con la selva. No pueden pasar desapercibidas: son de colores flúo, como manda la moda teñida en tinta ajena y vendida en zona franca.

Van descalzas: la madera de la canoa es todo el suelo que pisar. No usan arcos ni flechas: un gancho metálico y una soga larga son el arsenal de defensa.

A las 6 de la tarde comienza a perderse el sol del trópico. Nos va quedando atrás, en la popa del barco, y más atrás la fugaz tormenta tropical de la tarde, y todavía más atrás el puerto de Santarem, con su subir y bajar de pasajeros y cajones de frutas y verduras.

-18 kms. por hora- anuncia el Capitán cuando le preguntamos a qué velocidad avanzamos. No parece gran cosa para cortar la marejada del Amazonas, camino a Belem. Camino donde el camino es simpre agua. Agua dulce, más oscura o más clara, hacia todos lo puntos cardinales.

Navegamos próximos a la costa sur del río. Cada tanto aparece a la vera un pequeño muelle, una casilla de madera, una luz que se enciende, alguna antena.

Permanentemente, pequeños botecitos con uno o dos remeros que se acercan al barco a los gritos. Los viajeros (cientos) que pueblan la nave de tres pisos, después de tomarse una titánica reserva de latas de Skol, les arrojan los restos de la merienda, envueltos en bolsas que flotan en el río.

Una de esas canoas se aproxima más de la cuenta. Los tripulantes reman con todas las fuerzas. La Capitana grita las órdenes, los esfuerzos se redoblan y el frágil botecito consigue ubicarse a la par del gran barco donde flamea la bandera del Estado do Pará.  

Desafiando la velocidad mecánica de los motores, con un par de hábiles movimientos la niña Amazonas que comanda la tropa consigue anclar el gancho en una de las cubiertas de contención que cuelgan a estribor. 

Tirando de la soga se sotienen hasta que la canoa queda perfectamente amarrada al Amazon Star, con su población de viajeros.

"Tudo e força, mas só Deus é poder", reza la leyenda pintada en mayúsculas, con letras celeste, en el frente del barco. Todo es fuerza y arenga para la niña Amazonas que vino remando desde la ribera con una desprolija pala de madera recortada. A fuerza de fuerza -y de poder - consiguió amarrar el bote al enorme barco e hizo subir a sus hermanitos trepando por el armazón metálico.

Eran 4 remeros. Entre todos, no sumaban 30 años de vida. La niña Amazonas los lideraba. Los hermanos varones cargaban su mercancía en baldecitos negros.

Por 3 reales la bolsa vendieron los frutos de la selva y el río. Camarones naranjas y bigotudos. Palmitos carnosos.

Llegaron hasta el bar del barco mientras caía la noche. Pidieron chupetines y bombones de regalo. Alguna Fanta sabor Uva, una Coca-cola.

Los Amazonas seguían deambulando por el barco cuando la noche se cerró profundamente sobre nuestras cabezas. Hacia adelante, también el canal del río se cerraba y el reflejo luminoso en el cielo nos hacía adivinar la proximidad de Breves. Era tiempo de dejar el canal principal del río para navegar entre los brazos serpentinos.

La cubierta del barco era un tapiz de cáscaras de camarón para el instante en que los niños de la ribera se percataron de que ya se habían alejado demasiado de casa.

Eran cerca de las 11. Uno de los chicos bajó a la canoa e intentó desengancharla con suavidad. La maniobra falló y el botecito se desprendió violentamente, dejando a su tripulante solo en medio del río y a sus compañeros lejos, todavía en el barco.

Sin pensarlo dos veces, los 3 saltaron al agua desde el segundo piso del barco.

Ya no se veía nada.

Como una bocanada, se los tragó la noche.

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